Se acaba de decretar un estado de emergencia en Perú, muchos países del mundo han aplicado medidas similares de acuerdo al registro constitucional y defensa nacional que poseen. El estado de excepción, de sitio o de emergencia alude a un «derecho»: el de proteger, frente a una catástrofe, a los ciudadanos recortándoles sus derechos civiles, como si se pudiera recortar aquellos de naturaleza individual. En fin, un derecho que frena otros derechos.
Esta situación lejos de integrar a la sociedad en su conjunto, aleja, desaloja, desorienta a una gran parte de la población que no goza ni de los derechos…
Esta situación lejos de integrar a la sociedad en su conjunto, aleja, desaloja, desorienta a una gran parte de la población que no goza ni de los derechos (que se les arrebata hoy) ni de los privilegios de un «estado de emergencia». Sucede que, en la lectura de los privilegiados, esta es una medida de correlato, de bien público, de salubridad; pero es, y lo saben muy bien, una medida de desamparo. Sociedad y Estado, en este sentido, parecen ser dos enemigos públicos que se aferran a convivir juntos ¿Cuál es la respuesta de la sociedad? ya el estado ha dado una.
Muchas organizaciones sociales o partidos políticos reclaman para sí la «mediación» entre sociedad y estado. Con tan pocas alternativas se puede decir que, en el Perú, una epidemia o crisis estructural dejaría en vergüenza a todos aquellos que hablan de democracia, bien común, medio ambiente, emprendimiento, fe, etc., aquellos que a través de sus anaqueladas propuestas pretenden ser radicales y como resultante de su razón ilustrada proponen un «cambio de constitución» u otros que, desde su afinidad con el privilegio, prefieren asintir cualquier recomendación que tenga por motivo ampliar la vida utilitaria de una sociedad, aún así sea a costa de sus miembros. Pero peor que la vergüenza de los bandos “mediadores” es la desvergüenza, la de insistir que es el Estado el garante incluso de situaciones que le toca enfrentar a la sociedad, a las sociedades.
Nuestra sociedad debe ser el mejor ejemplo de ello. Ambulantes, albañiles, lustrabotas, pequeños (pequeñisimos) microempresarios, músicos de orquesta, niños y niñas con desnutrición crónica, dengue, anemia, pueblos indígenas, andinos y amazónicos, jóvenes con y sin ilusiones, etc. que hoy en día la gran técnica gubernamental ha querido llamarles, sofisticadamente, poblaciones vulnerables. La vulnerabilidad, sin embargo, no evidencia la segregación, la inseguridad, el miedo, el desamparo, la humillación, la mentira. Un término como epidemia o coronavirus suele no tener sentido donde no hay hospitales, ni clínicas, ni dinero capitalizado pues la gente asume que la ciudadanía apenas y se entiende como concepto. Es necesario decirlo y admitirlo: el Perú es aún una república sin ciudadanos. De esto uno entiende que existan fronteras dentro de nuestra frontera, que un distrito costeño, de pronto, oficialice “matices” de exclusión recordando la frase más icónica de nuestra estupidez: “nos reservamos el derecho de admisión”.
Es necesario decirlo y admitirlo: el Perú es aún una república sin ciudadanos.
Entonces el estado imprime una suerte de dispositivo de seguridad frente a la inseguridad que el mismo origina. La crisis no es nueva en esta parte del continente, la epidemia moral la arrastramos de antaño, algunas veces se debió llamar independencia colonial, otras guerra con Chile, otras sendero luminoso. Hemos normalizado el hecho de ser subalternos al punto de esperar todo del estado o darles a otros lo que es una responsabilidad política nuestra. Y aquí el emblema de la inseguridad: nadie deposita una cuota de responsabilidad, nadie es exigente consigo mismo. Pero no se trata, hoy, de una patología moral, el miedo puede ser contraproducente para el análisis. Lo que importa es reflexionar sobre aquella distancia que hay entre nuestra sociedad y sus instituciones, distancia que se ha cimentado sobre las bases de una desigualdad crónica. Italia, España e incluso China son sociedades que han venido luchando contra la desigualdad muchos años más que nosotros y hoy su vulnerabilidad tiene que ver más con el miedo a perder lo que han logrado como sociedad: calidad de vida.
¡El Perú es un país en vías de desarrollo! que gran mentira. Sé que hoy todos proclaman optimismo, pero lo que falta es algo de realidad. Abrir los ojos tampoco es fácil. El miedo, el de asesinatos, de violaciones, de ausencia de padre o madre, de pobreza, de hambre, de humillación, de trato indigno, de discriminación y racismo lo tenemos enquistado. Es el miedo que nos corroe las ganas de seguir adelante o fundar una sociedad con los «valores» que reclaman sectas u organizaciones anti-sociales que han visto en los ciudadanos con miedos el negocio de fe, o empresas que aprendieron a recrear la esclavitud en la era de facebook. Vivir en una sociedad global, al fin, tuvo que tener un límite, después que se cierren todas las fronteras, y que la salud pública colapse haber si el amor a lo privado no llene de nostalgias lo que la sociedad ha abandonado.
Si hay algo peor, no es el miedo a la emergencia, es el miedo a la maldición de ser nosotros. La única maldición en el Perú es el imperativo categórico, hay que ser bien malditos para matarnos entre nosotros, para ponernos estados de emergencia en medio de la emergencia.
Marco Choque Mamani
Sociólogo
Sociólogo por la Universidad Nacional del Centro del Perú, con estudios de Máster en Teoría Política por la Universidad Complutense de Madrid (España). Trabajó en espacios vinculados a la educación intercultural y formulación de estrategias educativas en el contexto amazónico de la selva central.
A la vez este contexto muestra las verdaderas prioridades que debemos defender como país, esta crisis muestra cuán desigual e injusta es nuestra sociedad, se impone un estado de emergencia y se exige higiene y aislamiento, dejando de lado que hay miles de familias que ni acceso al agua tienen y que el aislamiento obligatorio es condenarlos al hambre por ejemplo. El gobierno dice que va asignar 380 soles por familia vulnerable, pero no tiene ni idea de cómo distribuir ese dinero y ojo tenemos los antecedentes próximos de nuestros programas sociales que no llegan a quienes deberían llegar. Por otro lado muestra también nuestra miseria de valores, pues lejos de mostrar solidaridad, honestidad, honradez y otros, lo que prima es la concertación de precios, la especulación, la avaricia, etc. Sirva este contexto para re reflexionar nuestro país y su gente que tanto amamos.