Entrevista al escritor Miguel Ojeda Guaynalaya por Wari Galvez
Recuperado de la columna El Hablador Profano: Revista Bitácora N° 111, Año XII, 2023, pp. 22-23
Las tecnologías digitales permiten conversar —emular la realidad de ubicarnos frente a frente sentados a la mesa con una taza de café virtualmente cargado— con personas alejadas de nuestro entorno. Es el caso de la amena charla que tuve con Miguel Ojeda Guaynalaya, escritor que fijó residencia en Minas Gerais, Brasil, con motivo de la publicación de su primer libro de cuentos, Kakerlak (Lliu Yawar, 2023), y su visión antropológica de la literatura.
Miguel, antropólogo y escritor, ¿dónde termina el primero y empieza el segundo?
Hasta cierto momento estuve vinculado con una generación muy efervescente de la Universidad Nacional del Centro del Perú, con quienes publiqué un blog titulado Sanatorio, en homenaje a la novela de Carlos Parra del Riego, la cual acontece en diversos escenarios de Jauja, entre ellos el Sanatorio Olavegoya. Sanatorio fue, además, un grupo, digamos, cultural e intelectual, integrado por Katia Lázaro, Ramiro Mirada, Marlon Caro y Martín Arauzo.
Pero fue más o menos por el 2010 que me animé a postular a San Marcos. Lo mismo hicieron los demás miembros de Sanatorio con los que también realizamos una muestra fotográfica sobre Mayo de 68, en la Alianza Francesa de Huancayo, la que comentó Sandro Bossio. Más adelante, en San Marcos, surgió un vuelco en mi vida. En las aulas solía leer fervorosamente al punto que arriesgaba los mismos cursos de la currícula. No solía entrar a los cursos de antropología. Solo me dedicaba a leer en el segundo piso de la Facultad de Letras donde está el supuesto mural pro senderista.
Llegué al punto en que el lenguaje suscitaba nociones de perfeccionamiento entre cómo intentaba hablar y cómo escribir. Un día, mientras caminaba por los pasillos de la facultad, encontré un anuncio del mítico taller de poesía de Marco Martos. Él me inmiscuyó en la poesía, de ahí que lo reconozca como uno de mis grandes maestros. Nos exigía leer y escribir. Cada semana teníamos que hacer un poema y leerlo en frente de todos los compañeros. Él también me animó a entrar a las clases de Hildebrando Pérez. Analizábamos a Javier Heraud y a Juan Ojeda y a todos los de esa generación del 60. Después de todo ese proceso, entendí que escribir es llegar al límite del lenguaje. Comencé así a escribir sin integrarme a ningún pavoroso grupo de los que había en todas partes. Por ese tiempo tuve una pareja alemana que viró mi gusto: de lo francés a lo alemán. Estudié en el Goethe y devoré la literatura alemana (en alemán). Me abrió el mundo. Leí a muchos de los románticos como Hölderling o E.T.A. Hoffmann. Esa mezcla de tradiciones literarias hizo que llegaran mis primeros manuscritos.
Los poemarios «Bestiario de invierno» y «Ciudad irreal«.
Al primero lo considero como el origen de mi escritura.
¿Y todos fueron escritos en tu devenir como estudiante y se fueron publicando en revistas y otros soportes, o nacieron directamente como libros?
En literatura existe la cuestión de cómo sobresalir de aquel marasmo inicial. Hay dos cuestiones: ganar concursos o ser objeto de lectura por parte del canon, grupos masivos de lectores, profesores, alumnos. Es lo que sucede en el valle del Mantaro. Los escritores o bien intentan ganar concursos o vender sus libros en colegios. En mi caso, yo nunca me presenté como escritor. Lo de escritor atropellaría mi línea profesional. Siento que soy más antropólogo. Pero cada vez me reconocen y me buscan más como escritor. Estoy más en contacto con gente de la literatura aquí en Brasil. Por ello, nunca intenté presentarme a concursos o integrarme con algún círculo literario.
Cada lugar y cada tiempo forman su propio canon. Muchos están ahí con justicia, otros no tanto. ¿Consideras que ingresar a un canon va en desmedro de la calidad literaria?
Yo parto de la noción de canon de Harold Bloom respecto de la literatura inglesa. El canon nace de un aparato político-religioso de ciertos esquemas mundiales. Bloom estableció que primero fue Shakespeare y no Cervantes. Igual estas cuestiones surgen en Perú. El gran árbol que ensombrece al resto es Vargas Llosa. Llegó a ser un árbol tan grande que mató a todas las plantas que estaban debajo. Siempre lanza, además, sus misiles contra otros escritores. Y cobija también a otros escritores que están cerca de él. Yo, como exiliado en Brasil, lucho contra la catalogación de literatura malamente llamada “regional”. Un tipo de literatura que a la larga, y mantengo la esperanza, vitalice el lenguaje peruano. A pesar de ser escrita en español, yo siento, que el quechua la nutre mucho por dentro, como una energía silenciosa. Esto viene desde Vallejo, Alegría, Scorza. Y se revitalizará cuando el gran árbol caiga.